Conocí a Isaías en un bar de Peñafiel llamado el Chicopa.
- Hace 50 años dejé de fumar en este mismo bar, delante del médico del pueblo. Los médicos dicen que es mejor dejarlo poco a poco, pero eso no es dejar de fumar, es fumar menos.
Decía con su mirada velada y viva mientras una sonrisa pícara asomaba a sus labios.
- Es que soy genético, por eso casi no veo.
Mientras yo sentía que algo se me perdía en aquella frase, que no lograba comprender del todo.
Pero Isaías tenía mucho más que contar que sus historias con el tabaco y su pérdida de visión. Lo intuí enseguida porque, como en los cuadros de Bacon, sus ojos miraban hacia el vacío buscando algo que se escondía dentro, en el pasado de sus recuerdos.
- En el 36 yo tenía 8 años. En Peñafiel teníamos el mejor alcalde que ha habido nunca, ya por entonces instaló todo el alcantarillado en el pueblo, cuando no lo tenía ningún otro en la zona. Fíjate que fui yo mismo a instalar el alcantarillado en Cuellar cuando ya estaba casado y con hijos. Pero vinieron los nacionales y lo acusaron de Rojo y ahí mismo en la plaza del pueblo ví como lo acribillaban a balazos. El mejor alcalde que hemos tenído nunca, un hombre bueno. No hemos vuelto a tener a nadie así desde entonces. Se llamaba Celestino Velasco, un hombre bueno.
Repetía aquella cantinela como el estribillo de un panegírico, jamás recitado, “un hombre bueno”, y volvía a perderse en algún recuerdo mientra bebía pausadamente su Ribera.
Pero no es Isaías un hombre melancólico atormentado por la España terrible que le tocó vivir, Isaías se enfrenta a la vida con esa sonrisa eterna dibujada en los labios. Su padre era dueño de una cantina y el privilegio de estar al alcance de todos los chimorreos, historias y confidencias que animados por el alcohol conforman la geografía de estos lugares, le permitió aprovechar cada oportunidad que le brindaba la vida para despistar la falta de medios, el hambre y la desesperación. Aquel ambiente le hizo un niño extrovertido, buen conversador y listo. Isaías era querido por todos.
Comenzó a fumar también con 8 años, los soldados alemanes (miembros de la primera fase del apoyo de Hitler al bando nacional) e italianos (soldados fascistas italianos enviados por Benito Mussolini con el mismo propósito) en lugar de dinero, les daban cajetillas de tabaco a los chavales, por hacerles recados. El padre de Isaías era un fumador empedernido (quién no lo era por aquél entonces), pero aquel niño le decía a su padre que no tenía tabaco, porque le daba vergüenza confesar como lo había conseguido.
- Algunas veces se me ablandaba el corazón y le daba una cajetilla.
Decía, ahora sí, con una mirada melancólica.
Vivió mucho más, la construcción del metro de Barcelona, la vuelta a Peñafiel por la enfermedad de su padre, las novelas del oeste que devoraba cada tarde, los sueños de ser escritor.
- Mi profesor me decía que tenía una caligrafía de escribano.
- Isaías usted podría haber sido escritor con todas esas historias y su amor por la literatura.
Y en ese momento comprendías que, sin querer, aquella frase pronunciada con la intención de ser un elogio, se convertía en estocada doliente, porque ya era tarde, porque era genético y ya no veía. Era un Borges ciego, tardío y sin secretaria.
Y así volví a Madrid, emocionada por aquella tierra, por aquel hombre, por Celestino Velasco y su muerte muda. Y pensé en cuantas historias mudas quedarían en España, y sentí un pena inmensa al pensar que nadie conocería a Isaías, que seguiría yendo cada tarde al Chicopa, pasando desapercibido entre la multitud.
Y con esta obsesión, me lancé a una búsqueda desenfrenada de aquel pasado para dar un sentido a aquella vida, o era a mi vida. Comencé a buscar en las hemerotecas algún rastro de Celestino Velasco. Necesitaba demostrarme a mi y al mundo que la historia de Isaías era cierta, que Isaías era real, que la muerte de Celestino Velasco era un secreto a voces.
Pasaba hojas y hojas de periódico buscando aquel apellido, Velasco, y alguna conexión con aquél lugar, Peñafiel. Mi ojos enfebrecidos por el cansancio y la atención, recorrían columnas de grafías negras, líneas interminables, mares de letras. Y nada.
Hasta que de pronto, allí estaba. Una hoja de periódico del Diario la Vanguardia del 5 de Septiembre de 1936, página 9.
Y entonces en mi cara se dibujó una sonrisa eterna, porque tengo historia, porque se quien soy, porque a pesar del tenaz empeño de arrebatárnosla durante años, no me la han quitado.
Gracias Isaías.